De
puntillas, de puntillas, para no despertar a Piedad, entran en el cuarto de
dormir el padre y la madre. Vienen riéndose, como dos muchachones. Vienen de la
mano, como dos muchachos. El padre viene detrás, como si fuera a tropezar con
todo. La madre no tropieza; porque conoce el camino. ¡Trabaja mucho el padre,
para comprar todo lo de la casa, y no puede ver a su hija cuando quiere! A
veces, allá en el trabajo, se ríe solo, o se pone de repente como triste, o se
le ve en la cara como una luz: y es que está pensando en su hija: se le cae la
pluma de la mano cuando piensa así, pero enseguida empieza a escribir, y escribe
tan de prisa, tan de prisa, que es como si la pluma fuera volando. Y le hace
muchos rasgos a la letra, y las oes le salen grandes como un sol, y las ges
largas como un sable, y las eles están debajo de la línea, como si se fueran a
clavar en el papel, y las eses caen al fin de la palabra, como una hoja de
palma; ¡tiene que ver lo que escribe el padre cuando ha pensado mucho en la
niña! El dice que siempre que le llega por la ventana el olor de las flores del
jardín, piensa en ella. O a veces, cuando está trabajando cosas de números, o
poniendo un libro sueco en español, la ve venir, venir despacio, como en una
nube, y se le sienta al lado, le quita la pluma, para que repose un poco, le da
un beso en la frente, le tira de la barba rubia, le esconde el tintero: es
sueño no más, no más que sueño, como esos que se tienen sin dormir, en que ve
uno vestidos muy bonitos, o un caballo vivo de cola muy larga, o un cochecito
con cuatro chivos blancos, o una sortija con la piedra azul: sueño es no más,
pero dice el padre que es como si lo hubiera visto, y que después tiene más
fuerza y escribe mejor. Y la niña se va, se va despacio por el aire, que parece
de luz todo: se va como una nube.
Hoy el padre no
trabajó mucho, porque tuvo que ir a una tienda: ¿a qué iría el padre a una
tienda?: y dicen que por la puerta de atrás entró una caja grande: ¿qué vendrá
en la caja?: ¡a saber lo que vendrá!: mañana hace ocho años que nació Piedad.
La criada fue al jardín, y se pinchó el dedo por cierto, por querer coger, para
un ramo que hizo, una flor muy hermosa. La madre a todo dice que sí, y se puso
el vestido nuevo, y le abrió la jaula al canario. El cocinero está haciendo un
pastel, y recortando en figura de flores los nabos y las zanahorias, y le
devolvió a la lavandera el gorro, porque tenía una mancha que no se veía
apenas, pero, «¡hoy, hoy, señora lavandera, el gorro ha de estar sin mancha!»
Piedad no sabía, no sabía. Ella sí vio que la casa estaba como el primer día de
sol, cuando se va ya la nieve, y les salen las hojas a los árboles. Todos sus
juguetes se los dieron aquella noche, todos. Y el padre llegó muy temprano del
trabajo, a tiempo de ver a su hija dormida. La madre lo abrazó cuando lo vio
entrar: ¡y lo abrazó de veras! Mañana cumple Piedad ocho años.
El cuarto está a
media luz, una luz como la de las estrellas, que viene de la lámpara de velar,
con su bombillo de color de ópalo. Pero se ve, hundida en la almohada, la
cabecita rubia. Por la ventana entra la brisa, y parece que juegan, las
mariposas que no se ven, con el cabello dorado. Le da en el cabello la luz. Y
la madre y el padre vienen andando, de puntillas. ¡Al suelo, el tocador de
jugar! ¡Este padre ciego, que tropieza con todo! Pero la niña no se ha
despertado. La luz le da en la mano ahora; parece una rosa la mano. A la cama
no se puede llegar; porque están alrededor todos los juguetes, en mesas y
sillas En una silla está el baúl que le mandó en pascuas la abuela, lleno de
almendras y de mazapanes: boca abajo está el baúl, como si lo hubieran
sacudido, a ver si caía alguna almendra de un rincón, o si andaban escondidas
por la cerradura algunas migajas de mazapán; ¡eso es, de seguro, que las
muñecas tenían hambre! En otra silla está la loza, mucha loza y muy fina, y en
cada plato una fruta pintada: un plato tiene una cereza, y otro un higo, y otro
una uva: da en el plato ahora la luz, en el plato del higo, y se ven como
chispas de estrella: ¿cómo habrá venido esta estrella a los platos?: «¡Es
azúcar!» dice el pícaro padre: «¡Eso es, de seguro!»: dice la madre, «eso es
que estuvieron las muñecas golosas comiéndose el azúcar.» El costurero está en
otra silla, y muy abierto, como de quien ha trabajado de verdad; el dedal está
machucado ¡de tanto coser!: cortó la modista mucho, porque del calicó que le
dio la madre no queda más que un redondel con el borde de picos, y el suelo
está por allí lleno de recortes, que le salieron mal a la modista, y allí está
la chambra empezada a coser, con la aguja clavada, junto a una gota de sangre.
Pero la sala, y el gran juego, está en el velador, al lado de la cama. El
rincón, allá contra la pared, es el cuarto de dormir de las muñequitas de loza,
con su cama de la madre, de colcha de flores, y al lado una muñeca de traje
rosado, en una silla roja: el tocador está entre la cama y la cuna, con su
muñequita de trapo, tapada hasta la nariz, y el mosquitero encima: la mesa del
tocador es una cajita de cartón castaño, y el espejo es de los buenos, de los
que vende la señora pobre de la dulcería, a dos por un centavo. La sala está en
lo de delante del velador, y tiene en medio una mesa, con el pie hecho de un
carretel de hilo, y lo de arriba de una concha de nácar, con una jarra mexicana
en medio, de las que traen los muñecos aguadores de México: y alrededor unos
papelitos doblados, que son los libros. El piano es de madera, con las teclas
pintadas; y no tiene banqueta de tomillo, que eso es poco lujo, sino una de
espaldar, hecha de la caja de una sortija, con lo de abajo forrado de azul; y
la tapa cosida por un lado, para la espalda, y forrada de rosa; y encima un
encaje. Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras, con ropones de seda
lila de cuartos blancos, y zapatos dorados: y se sientan sin doblarse, con los
pies en el asiento: y la señora mayor, la que trae gorra color de oro, y está
en el sofá, tiene su levantapiés, porque del sofá se resbala; y el levantapiés
es una cajita de paja japonesa, puesta boca abajo: en un sillón blanco están
sentadas juntas, con los brazos muy tiesos, dos hermanas de loza. Hay un cuadro
en la sala, que tiene detrás, para que no se caiga, un pomo de olor: y es una
niña de sombrero colorado, que trae en los brazos un cordero. En el pilar de la
cama, del lado del velador, está una medalla de bronce, de una fiesta que hubo,
con las cintas francesas: en su gran moña de los tres colores está adornando la
sala el medallón, con el retrato de un francés muy hermoso, que vino de Francia
a pelear porque los hombres fueran libres, y otro retrato del que inventó el
pararrayos, con la cara de abuelo que tenla cuando pasó el mar para pedir a los
reyes de Europa que lo ayudaran a hacer libre su tierra: ésa es la sala, y el
gran juego de Piedad. Y en la almohada, durmiendo en su brazo, y con la boca
desteñida de los besos, está su muñeca negra.
Los pájaros del jardín
la despertaron por la mañanita. Parece que se saludan los pájaros, y la
convidan a volar. Un pájaro llama, y otro pájaro responde. En la casa hay algo,
porque los pájaros se ponen así cuando el cocinero anda por la cocina saliendo
y entrando, con el delantal volándole por las piernas, y la olla de plata en
las dos manos, oliendo a leche quemada y a vino dulce. En la casa hay algo:
porque si no, ¿para qué está ahí, al pie de la cama, su vestidito nuevo, el
vestidito color de perla, y la cinta lila que compraron ayer, y las medias de
encaje? «Yo te digo, Leonor, que aquí pasa algo. Dímelo tú, Leonor, tú que
estuviste ayer en el cuarto de mamá, cuando yo fui a paseo. ¡Mamá mala, que no
te dejó ir conmigo, porque dice que te he puesto muy fea con tantos besos, y
que no tienes pelo, porque te he peinado mucho! La verdad, Leonor: tú no tienes
mucho pelo; pero yo te quiero así, sin pelo, Leonor: tus ojos son los que
quiero yo, porque con los ojos me dices que me quieres: te quiero mucho, porque
no te quieren: ¡a ver! ¡sentada aquí en mis rodillas, que te quiero peinar!:
las niñas buenas se peinan en cuanto se levantan: ¡a ver, los zapatos, que ese
lazo no está bien hecho!: y los dientes: déjame ver los dientes: las uñas:
¡Leonor, esas uñas no están limpias! Vamos, Leonor, dime la verdad: oye, oye a
los pájaros que parece que tienen baile: dime, Leonor, ¿qué pasa en esta casa?»
Y a Piedad se le cayó el peine de la mano, cuando le tenía ya una trenza hecha
a Leonor; y la otra estaba toda alborotada. Lo que pasaba, allí lo veía ella.
Por la puerta venía la procesión. La primera era la criada, con el delantal de
rizos de los días de fiesta, y la cofia de servir la mesa en los días de
visita: traía el chocolate, el chocolate con crema, lo mismo que el día de año
nuevo, y los panes dulces en una cesta de plata: luego venía la madre, con un
ramo de flores blancas y azules: ¡ni una flor colorada en el ramo, ni una flor
amarilla!: y luego venía la lavandera, con el gorro blanco que el cocinero no
se quiso poner, y un estandarte que el cocinero le hizo, con un diario y un
bastón: y decía en el estandarte, debajo de una corona de pensamientos: «¡Hoy
cumple Piedad ocho años!» Y la besaron, y la vistieron con el traje color de
perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los libros de su
padre, que tenía muy peinada su barba rubia, como si se la hubieran peinado muy
despacio, y redondéandole las puntas, y poniendo cada hebra en su lugar. A cada
momento se asomaba a la puerta, a ver si Piedad venía: escribía, y se ponía a
silbar: abría un libro, y se quedaba mirando a un retrato, a un retrato que
tenía siempre en su mesa, y era como Piedad, una Piedad de vestido largo. Y
cuando oyó ruido de pasos, y un vocerrón que venía tocando música en un
cucurucho de papel, ¿quién sabe lo que sacó de una caja grande?: y se fue a la
puerta con una mano en la espalda: y con el otro brazo cargó a su hija. Luego
dijo que sintió como que en el pecho se le abría una flor, y como que se le
encendía en la cabeza un palacio, con colgaduras azules de flecos de oro, y
mucha gente con alas: luego dijo todo eso, pero entonces, nada se le oyó decir.
Hasta que Piedad dio un salto en sus brazos, y se le quiso subir por el hombro,
porque en un espejo había visto lo que llevaba en la otra mano el padre. «¡Es
como el sol el pelo, mamá, lo mismo que el sol! ¡ya la vi, ya la vi, tiene el
vestido rosado! ¡dile que me la dé, mamá: si es de peto verde, de peto de
terciopelo! ¡como las mías son las medias, de encaje como las mías!» Y el padre
se sentó con ella en el sillón, y le puso en los brazos la muñeca de seda y
porcelana. Echó a correr Piedad, como si buscase a alguien. «¿Y yo me quedo hoy
en casa por mi niña», le dijo su padre, «y mi niña me deja solo? «Ella escondió
la cabecita en el pecho de su padre bueno. Y en mucho, mucho tiempo, no la
levantó, aunque ¡de veras! le picaba la barba.
Hubo paseo por el
jardín, y almuerzo con un vino de espuma debajo de la parra, y el padre estaba
muy conversador, cogiéndole a cada momento la mano a su mamá, y la madreestaba
como más alta, y hablaba poco, y era como música todo lo que hablaba. Piedad le
llevó al cocinero una dalia roja, y se la prendió en el pecho del delantal: y a
la lavandera le hizo una corona de claveles: y a la criada le llenó los
bolsillos de flores de naranjo, y le puso en el pelo una flor, con sus dos
hojas verdes. Y luego, con mucho cuidado, hizo un ramo de nomeolvides. «¿Para
quién es ese ramo, Piedad?» «No sé, no sé para quién es: ¡quién sabe si es para
alguien!» Y lo puso a la orilla de la acequia, donde corría como un cristal el
agua. Un secreto le dijo a su madre, y luego le dijo: «¡Déjame ir!» Pero le
dijo «caprichosa» su madre: «¿y tu muñeca de seda, no te gusta? mírale la cara,
que es muy linda: y no le has visto los ojos azules». Piedad sí se los había
visto; y la tuvo sentada en la mesa después de comer, mirándola sin reírse; y
la estuvo enseñando a andar en el jardín. Los ojos era lo que le miraba ella: y
le tocaba en el lado del corazón: «¡Pero, muñeca, háblame, háblame!» Y la
muñeca de seda no le hablaba. «¿Conque no te ha gustado la muñeca que te
compré, con sus medias de encaje y su cara de porcelana y su pelo fino?» «Sí,
mi papá, sí me ha gustado mucho. Vamos, señora muñeca, vamos a pasear. Usted
querrá coches, y lacayos, y querrá dulce de castañas, señora muñeca. Vamos,
vamos a pasear.» Pero en cuanto estuvo Piedad donde no la veían, dejó a la
muñeca en un tronco, de cara contra el árbol. Y se sentó sola, a pensar, sin
levantar la cabeza, con la cara entre las dos manecitas. De pronto echó a
correr, de miedo de que se hubiese llevado el agua el ramo de nomeolvides.
-«Pero, criada,
llévame pronto!»-«¿Piedad, qué es eso de criada? ¡Tú nunca le dices criada así,
como para ofenderla!»-«No, mamá, no: es que tengo mucho sueño: estoy muerta de
sueño. Mira: me parece que es un monte la barba de papá: y el pastel de la mesa
me da vueltas, vueltas alrededor, y se están riendo de mí las banderitas: y me
parece que están bailando en el aire las flores de zanahoria: estoy muerta de
sueño: ¡adiós, mi madre!: mañana me levanto muy tempranito: tú, papá, me
despiertas antes de salir: yo te quiero ver siempre antes de que te vayas a
trabajar: ¡oh, las zanahorias! ¡estoy muerta de sueño! ¡Ay, mamá, no me mates
el ramo! ¡mira, ya me mataste mi flor!»-«¿Conque se enoja mi hija porque le doy
un abrazo?»-«¡Pégame, mi mamá! ¡papá, pégame tú! es que tengo mucho sueño.» Y
Piedad salió de la sala de los libros, con la criada que le llevaba la muñeca
de seda. «¡Qué de prisa va la niña, que se va a caer! ¿Quién espera a la
niña?»-«¡Quién sabe quien me espera!» Y no habló con la criada: no le dijo que
le contase el cuento de la niña jorobadita que se volvió una flor: un juguete
no más le pidió, y lo puso a los pies de la cama y le acarició a la criada la
mano, y se quedó dormida. Encendió la criada la lámpara de velar, con su
bombillo de ópalo: salió de puntillas: cerró la puerta con mucho cuidado. Y en
cuanto estuvo cerrada la puerta, relucieron dos ojitos en el borde de la
sábana: se alzó de repente la cubierta rubia: de rodillas en la cama, le dio
toda la luz a la lámpara de velar: y se echó sobre el juguete que puso a los
pies, sobre la muñeca negra. La besó, la abrazó, se la apretó contra el
corazón: «Ven, pobrecita: ven, que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás
fea, no, aunque no tengas más que una trenza: la fea es ésa, la que han traído
hoy, la de los ojos que no hablan: dime, Leonor, dime, ¿tú pensaste en mí?:
mira el ramo que te traje, un ramo de nomeolvides, de los más lindos del
jardín: ¡así, en el pecho! ¡ésta es mi muñeca linda! ¿y no has llorado? ¡te
dejaron tan sola! ¡no me mires así, porque voy a llorar yo! ¡no, tú no tienes
frío! ¡aquí conmigo, en mi almohada, verás como te calientas! ¡y me quitaron,
para que no me hiciera daño, el dulce que te traía! ¡así, así, bien arropadita!
¡a ver, mi beso, antes de dormirte! ¡ahora, la lámpara baja! ¡y a dormir,
abrazadas las dos! ¡te quiero, porque no te quieren!»